LECTURA PROVECHOSA
El estudiante de Falangismo debe leer visiones, pero no tenerlas hasta que haya conseguido su título. He aquí una elucubración -falangista- sobre la sociedad y sus cosas.
Doctos varones y ensayistas con puntería han querido averiguar qué es la sociedad, seguramente para manejarla sin riesgos graves de mordedura y reducir los limitados márgenes de la libertad humana, que cuanto más se invoca más invisible queda. Sólo un lugar en el «vasillo de la memoria».
De ideas sociales han salido herejías intelectuales basadas en que el hombre, cansado de vagar a solas por la tierra, inventó la sociedad como si fuera un contrato laboral. Un toma y daca.
Pero el hombre nunca ha vivido aislado. Jamás. La sociedad es el modo de vivir del hombre y forma parte, en gran medida, de la psicología de cada individuo que la vive, si el individuo se ha tomado la molestia de localizar su psicología. Pero en hombre en sí, Dios me perdone, es palabra, o sea, abstracción, literatura, capacidad y voluntad de expresarse.
El gran elemento unificador de la sociedad es lo consabido, lo que todos saben a la vez ‑sea verdadero o falso‑, lo que no hace falta explicar porque se reconoce como real. Si se prefiere de otra forma, lo consabido es el tópico activo, la idea cosificada y enquistada.
Consabido es, por ejemplo, la fe en la aspirina; el concepto de división de poderes; el miedo a la destrucción del planeta por el hombre; el sufragio universal; el ocio como distracción o la necesidad de matar el tiempo; que es la sociedad la que corrompe al individuo; que lo sexual es social; los derechos humanos normalmente no leídos por quien los invoca; que somos iguales ante la ley; el miedo al sufrimiento.
Se trata de ideas discutibles, que han sido discutidas con no pocas razones, pero que se dan por descontadas, que están ahí, como la necesidad de la publicidad, inamovibles, actuando sobre todos en silencio.
Hasta este siglo la Humanidad, las sociedades en que se agrupaba esa humanidad, disponía de unos consabidos, de unos tópicos que evolucionaban despacio, convirtiéndose en tradiciones a medida que se olvidaban sus orígenes. Cada actualidad ‑entonces y ahora‑ se considera la única posible y las ideas sobre el mundo que predominan en ella se sienten como inmutables.
En este siglo la publicidad ha alterado el discurrir lento de los tópicos y ha creado muchos, casi más de los asimilables, con el sólo propósito de vender o de dominar el mercado de la mente. Ha impuesto, por repetición, la idea del evolucionismo, de que el hombre desciende de los primates, como si fuera verdad probada y no teoría. Se ha procurado la acumulación de riquezas como éxito; la felicidad como amor correspondido sin ropa; la inteligencia como velocidad de reacción; la cultura como instrucción; el pueblo como sujeto con alma; el humor como chiste; la muerte como espectáculo; el pensamiento como independiente de la verdad, «cada uno tiene SU verdad»; la ambición como virtud; la mujer como reclamo; el arte como espectáculo y tantos otros consabidos donde es clamor una ausencia: la mayor parte de los hombres no saben lo que es un hombre o, al menos, no consiguen expresarlo ni existe una definición válida para todos. Bípedos implumes.
Nuestra sociedad, que es la que mejor conoce la anatomía, fisiología y biología del ser humano y la gloria de sus cromosomas y células madre, no da respuestas universales al para qué vivimos ni al qué somos: justo como las anteriores. Podemos definir exactamente cosas invisibles como el átomo o la democracia, pero no al hombre, ese conjunto de ansias y descomedimientos.
Pero lo que el hombre piensa de sí, de lo que es, constituye una parte fundamental, un motor poderoso de la sociedad en la que vive. El hombre de hoy se ve más material que espiritual, por ejemplo; menos contingente y mejor y más inteligente que los de otras épocas, sin destino sobrenatural pero con seguridad social, titular de libertades innatas en vez de ideales y, sobre todo, señor de una técnica que cree liberadora.
El hombre es tópico en un ochenta por cien; literatura, concepto temporal que se percibe conclusión definitiva, y donde la razón, lo racional, tiene cada vez menos peso específico sobre lo que se siente, o, en otras palabras, un ser enajenado que cree en cosas e ideas que no ha pensado, que le han pensado otros para llevarlo en una dirección, y que se ha despegado, a veces violentamente, de las tradiciones que fueron el hilo conductor de las sociedades antepasadas.
Lo consabido es fundamental para vivir y entender una época. Aún hablando el mismo idioma, se nos escapa, por ejemplo, el espíritu del Siglo de Oro, porque lo que aquellos españoles consabían ha desaparecido en buena medida, hasta el punto que aquellos y estos de hoy forman dos naciones distintas. No pensamos lo mismo de España, del hombre, de Dios, de la unidad de la fe o de la simple fe, del dolor, de la eternidad, del honor, de lo sexual, de la decencia, del poder y de su origen, de nuestro papel en el mundo, de lo que podemos y debemos aportar al conjunto de la humanidad.
Veamos una de las acepciones de la palabra Necesidad, en el siglo XVIII: «Philosóficamente se toma por la determinación de las causas, a obrar inevitablemente, como opuesta a la libertad y arbitrio.» Necesidad era lo opuesto a libertad, y eso ¿cómo se puede pensar en una sociedad que sobrevive económica y moralmente gracias a la continuada invención de nuevas necesidades que, en buena lógica, contribuyen a disminuir la libertad? Y a aumentar la ambición que, también en el Siglo XVIII era una «pasión desarreglada de conseguir honras, dignidades, hacienda y conveniencias.» Desarreglada.
Como uno de los grandes consabidos es lo que piensa el hombre de sí, lo que cree saber de su cuerpo y de su alma, de obrar bien y de obrar mal, este libro ha recogido los términos fisiológicos, anatómicos y patológicos de la Ilustración Española. Los ha tomado del primer diccionario de la Real Academia, o Diccionario de Autoridades, editado desde 1726 a 1739, aunque la natural inercia del lenguaje y de la sociedad provocan que la mayor parte de los conceptos pertenezcan más a la medicina del Barroco.
El lector actual no dudará al calificar de bárbara y salvaje aquella sociedad, seguramente de las más refinadas y productivas. Si el hombre de entonces pudiera vernos y leernos hoy, no sacaría mejores conclusiones al vernos pasar un escobillón por las arterias, pues hasta nuestros personajes ( los «famosos» en general) son tópicos que piensan lo mismo sobre lo mismo, sin ninguna inquietud en la búsqueda de la verdad.
Pese a prólogo tan serio, este es un libro para sonreír e incluso para sonreír y estremecerse. ¿Cómo es posible que el hombre supiera tan poco de sí mismo? Y no es así. Sabía que era un compuesto material y espiritual y que, como tal, tenía una parte animal a la que consideraba perecedera y mucho menos digna de atención que el alma inmortal. Sus deficiencias médicas son tan exageradas que mueven a la risa al lector de hoy, que se encuentra, por ejemplo, con que el «celebro» no hacía otra cosa que gotear flemas y humores hacia el resto del cuerpo, que la tiña se curaba arrancando en vivo el cuero cabelludo, o que la epilepsia consistía en una gota que caía sobre el corazón.
Pero aquella gente consabía más de lógica y gramática y retórica que nosotros; creía en cosas sólidas e inmutables; en suma, se sentía mucho más segura en su mundo que nosotros en el nuestro que, aún con la medicina actual, es mucho más mortífero con sus endémicos accidentes, sus guerras constantes y sus crímenes inacabables. Un día no muy lejano nuestra moderna medicina causará risa a los propios legos; nuestro reino del mal, en cambio, dará miedo. Así transit gloria mundi.
Este es un libro de humor donde se hace gracia con lo que entonces era ciencia. Es, además y circunstancialmente, un libro erudito, un centón y un aviso a navegantes: lo que hoy creemos verdad absoluta sobre nosotros y sobre nuestros cuerpos, será objeto de burla dentro de otros doscientos años, con el añadido de que nadie podrá achacarnos respeto hacia nuestras almas, convertidas, desde Freud, en un campo de batalla sexual y comercial, donde lo que menos importa es la verdad. Y la limpieza, que hoy se toma sólo por higiene y detergentes y reside en el supermercado.
Aquel mundo no creía en el progreso, pero progresaba. Este mundo cree en él y se hunde precisamente porque no se atreve a innovar sus ideas y vive, como un parásito, de las concepciones lejanas de la Revolución Francesa. Nuestros antepasados sabían muy bien lo que nosotros olvidamos: que el único camino para la libertad es el conocimiento. El conocimiento del mundo. Y el único mundo humano es la sociedad, que no sabemos todavía definir. Así es el progreso de la época.
Tomado del libro Manual de Medicina Letal, que está demositado en Trapisonda y es de dominio público.
Doctos varones y ensayistas con puntería han querido averiguar qué es la sociedad, seguramente para manejarla sin riesgos graves de mordedura y reducir los limitados márgenes de la libertad humana, que cuanto más se invoca más invisible queda. Sólo un lugar en el «vasillo de la memoria».
De ideas sociales han salido herejías intelectuales basadas en que el hombre, cansado de vagar a solas por la tierra, inventó la sociedad como si fuera un contrato laboral. Un toma y daca.
Pero el hombre nunca ha vivido aislado. Jamás. La sociedad es el modo de vivir del hombre y forma parte, en gran medida, de la psicología de cada individuo que la vive, si el individuo se ha tomado la molestia de localizar su psicología. Pero en hombre en sí, Dios me perdone, es palabra, o sea, abstracción, literatura, capacidad y voluntad de expresarse.
El gran elemento unificador de la sociedad es lo consabido, lo que todos saben a la vez ‑sea verdadero o falso‑, lo que no hace falta explicar porque se reconoce como real. Si se prefiere de otra forma, lo consabido es el tópico activo, la idea cosificada y enquistada.
Consabido es, por ejemplo, la fe en la aspirina; el concepto de división de poderes; el miedo a la destrucción del planeta por el hombre; el sufragio universal; el ocio como distracción o la necesidad de matar el tiempo; que es la sociedad la que corrompe al individuo; que lo sexual es social; los derechos humanos normalmente no leídos por quien los invoca; que somos iguales ante la ley; el miedo al sufrimiento.
Se trata de ideas discutibles, que han sido discutidas con no pocas razones, pero que se dan por descontadas, que están ahí, como la necesidad de la publicidad, inamovibles, actuando sobre todos en silencio.
Hasta este siglo la Humanidad, las sociedades en que se agrupaba esa humanidad, disponía de unos consabidos, de unos tópicos que evolucionaban despacio, convirtiéndose en tradiciones a medida que se olvidaban sus orígenes. Cada actualidad ‑entonces y ahora‑ se considera la única posible y las ideas sobre el mundo que predominan en ella se sienten como inmutables.
En este siglo la publicidad ha alterado el discurrir lento de los tópicos y ha creado muchos, casi más de los asimilables, con el sólo propósito de vender o de dominar el mercado de la mente. Ha impuesto, por repetición, la idea del evolucionismo, de que el hombre desciende de los primates, como si fuera verdad probada y no teoría. Se ha procurado la acumulación de riquezas como éxito; la felicidad como amor correspondido sin ropa; la inteligencia como velocidad de reacción; la cultura como instrucción; el pueblo como sujeto con alma; el humor como chiste; la muerte como espectáculo; el pensamiento como independiente de la verdad, «cada uno tiene SU verdad»; la ambición como virtud; la mujer como reclamo; el arte como espectáculo y tantos otros consabidos donde es clamor una ausencia: la mayor parte de los hombres no saben lo que es un hombre o, al menos, no consiguen expresarlo ni existe una definición válida para todos. Bípedos implumes.
Nuestra sociedad, que es la que mejor conoce la anatomía, fisiología y biología del ser humano y la gloria de sus cromosomas y células madre, no da respuestas universales al para qué vivimos ni al qué somos: justo como las anteriores. Podemos definir exactamente cosas invisibles como el átomo o la democracia, pero no al hombre, ese conjunto de ansias y descomedimientos.
Pero lo que el hombre piensa de sí, de lo que es, constituye una parte fundamental, un motor poderoso de la sociedad en la que vive. El hombre de hoy se ve más material que espiritual, por ejemplo; menos contingente y mejor y más inteligente que los de otras épocas, sin destino sobrenatural pero con seguridad social, titular de libertades innatas en vez de ideales y, sobre todo, señor de una técnica que cree liberadora.
El hombre es tópico en un ochenta por cien; literatura, concepto temporal que se percibe conclusión definitiva, y donde la razón, lo racional, tiene cada vez menos peso específico sobre lo que se siente, o, en otras palabras, un ser enajenado que cree en cosas e ideas que no ha pensado, que le han pensado otros para llevarlo en una dirección, y que se ha despegado, a veces violentamente, de las tradiciones que fueron el hilo conductor de las sociedades antepasadas.
Lo consabido es fundamental para vivir y entender una época. Aún hablando el mismo idioma, se nos escapa, por ejemplo, el espíritu del Siglo de Oro, porque lo que aquellos españoles consabían ha desaparecido en buena medida, hasta el punto que aquellos y estos de hoy forman dos naciones distintas. No pensamos lo mismo de España, del hombre, de Dios, de la unidad de la fe o de la simple fe, del dolor, de la eternidad, del honor, de lo sexual, de la decencia, del poder y de su origen, de nuestro papel en el mundo, de lo que podemos y debemos aportar al conjunto de la humanidad.
Veamos una de las acepciones de la palabra Necesidad, en el siglo XVIII: «Philosóficamente se toma por la determinación de las causas, a obrar inevitablemente, como opuesta a la libertad y arbitrio.» Necesidad era lo opuesto a libertad, y eso ¿cómo se puede pensar en una sociedad que sobrevive económica y moralmente gracias a la continuada invención de nuevas necesidades que, en buena lógica, contribuyen a disminuir la libertad? Y a aumentar la ambición que, también en el Siglo XVIII era una «pasión desarreglada de conseguir honras, dignidades, hacienda y conveniencias.» Desarreglada.
Como uno de los grandes consabidos es lo que piensa el hombre de sí, lo que cree saber de su cuerpo y de su alma, de obrar bien y de obrar mal, este libro ha recogido los términos fisiológicos, anatómicos y patológicos de la Ilustración Española. Los ha tomado del primer diccionario de la Real Academia, o Diccionario de Autoridades, editado desde 1726 a 1739, aunque la natural inercia del lenguaje y de la sociedad provocan que la mayor parte de los conceptos pertenezcan más a la medicina del Barroco.
El lector actual no dudará al calificar de bárbara y salvaje aquella sociedad, seguramente de las más refinadas y productivas. Si el hombre de entonces pudiera vernos y leernos hoy, no sacaría mejores conclusiones al vernos pasar un escobillón por las arterias, pues hasta nuestros personajes ( los «famosos» en general) son tópicos que piensan lo mismo sobre lo mismo, sin ninguna inquietud en la búsqueda de la verdad.
Pese a prólogo tan serio, este es un libro para sonreír e incluso para sonreír y estremecerse. ¿Cómo es posible que el hombre supiera tan poco de sí mismo? Y no es así. Sabía que era un compuesto material y espiritual y que, como tal, tenía una parte animal a la que consideraba perecedera y mucho menos digna de atención que el alma inmortal. Sus deficiencias médicas son tan exageradas que mueven a la risa al lector de hoy, que se encuentra, por ejemplo, con que el «celebro» no hacía otra cosa que gotear flemas y humores hacia el resto del cuerpo, que la tiña se curaba arrancando en vivo el cuero cabelludo, o que la epilepsia consistía en una gota que caía sobre el corazón.
Pero aquella gente consabía más de lógica y gramática y retórica que nosotros; creía en cosas sólidas e inmutables; en suma, se sentía mucho más segura en su mundo que nosotros en el nuestro que, aún con la medicina actual, es mucho más mortífero con sus endémicos accidentes, sus guerras constantes y sus crímenes inacabables. Un día no muy lejano nuestra moderna medicina causará risa a los propios legos; nuestro reino del mal, en cambio, dará miedo. Así transit gloria mundi.
Este es un libro de humor donde se hace gracia con lo que entonces era ciencia. Es, además y circunstancialmente, un libro erudito, un centón y un aviso a navegantes: lo que hoy creemos verdad absoluta sobre nosotros y sobre nuestros cuerpos, será objeto de burla dentro de otros doscientos años, con el añadido de que nadie podrá achacarnos respeto hacia nuestras almas, convertidas, desde Freud, en un campo de batalla sexual y comercial, donde lo que menos importa es la verdad. Y la limpieza, que hoy se toma sólo por higiene y detergentes y reside en el supermercado.
Aquel mundo no creía en el progreso, pero progresaba. Este mundo cree en él y se hunde precisamente porque no se atreve a innovar sus ideas y vive, como un parásito, de las concepciones lejanas de la Revolución Francesa. Nuestros antepasados sabían muy bien lo que nosotros olvidamos: que el único camino para la libertad es el conocimiento. El conocimiento del mundo. Y el único mundo humano es la sociedad, que no sabemos todavía definir. Así es el progreso de la época.
Tomado del libro Manual de Medicina Letal, que está demositado en Trapisonda y es de dominio público.
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